Bajo cero

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Hoy es uno de esos días en que las orejas duelen de frío y el frío se cuela insidiosamente entre los pliegues de la ropa, a través de las suelas de las botas, por muy recias que sean, y llega al interior de los bolsillos donde las manos se han escondido como topos en una madriguera cálida bajo la tierra invernal. La nieve congelada es dura y porosa como piedra pómez. Las láminas de hielo en la acera parecen de obsidiana. Las hojas de la hiedra, encogidas por la helada, tienen un color de algas. En el parque hasta las ardillas han desparecido. La tierra y los troncos de los árboles y la hierba rala y aplastada son de una misma tonalidad de liquen. Insensatamente he bajado a la orilla del río. El Hudson me atrae con el mismo imán diario que el Tajo en Lisboa. A las nueve de la mañana el hielo llega desde la orilla hasta la mitad de la corriente. El hielo es una lenta llanura en marcha, un rompecabezas de enormes placas cuadradas o poligonales que chocan entre sí y de bloque sueltos como mármoles despedazados y grumos menores que crujen cuando los aplastan los trozos más grandes. El hielo nunca es del todo blanco: es blanco gris, blanco verdoso, blanco azulado. Se mueve corriente abajo y al mismo tiempo el oleaje lo levanta y lo hunde. La luz del sol es prodigiosa. El cielo sin nubes es de un azul tan puro que casi hiere los ojos. La gente va por la calle emboscada en su ropa de invierno, las caras achozadas bajo las capuchas. Ese adjetivo estupendo, “achozada, achozado”, se decía antes en Úbeda. No sé cuántos años llevaba sin acordarme de él.